El Domingo de Ramos nos introduce directamente en la Semana Santa. Su nombre se debe a la procesión de las palmas, que se hacía en Jerusalén desde los primeros siglos. La costumbre de bendecir las palmas y otros ramos que se llevaban en la procesión y después se guardaban en la casa es posterior, del siglo VII.
La liturgia de este día está formada por dos ritos: la bendición y procesión de las palmas y la celebración solemne de la pasión de Cristo. La primera encuentra sus orígenes en el siglo IV en la hilera de fieles que por la tarde de este día se dirigía del Monte Olivete a Jerusalén. Los devotos que asistían a ella llevaban palmas y ramos de olivo en las manos, y respondían a los cantos con el estribillo: “Bendito el que viene en nombre del Señor” (Salm. 117, 26). Más adelante, en el siglo X, esta costumbre revestía gran dramatismo. Primeramente el pueblo se trasladaba de la iglesia principal a otra, que muchas veces estaba situada extramuros, y allí se bendecían las palmas. Una vez llevado a cabo este rito, el pueblo volvía a la puerta de la primera iglesia. Al llegar, se rendía homenaje al Redentor ante una cruz u otro símbolo suyo, en recuerdo del recibimiento que el pueblo de la ciudad santa se apresuró a tributar al Señor. Luego entraban en el templo. En el actual rito romano la procesión no se dirige ya de una iglesia a otra, pero al menos tiene que salir del recinto sagrado.
La bendición de las palmas y los ramos de olivo tiene un significado simbólico. Las palmas recuerdan el triunfo que Cristo nuestro Señor obtuvo, con su dolorosa Pasión, sobre la muerte y el infierno; el olivo, en cambio, es una imagen de la misericordia divina y de la paz con Dios. La palma es considerada además como símbolo de la vida virtuosa: “el justo floreció como la palma” (Salm. 91, 13). De acuerdo con todo este sentido, una parte de las oraciones de la bendición implora la victoria sobre los enemigos de la salvación, el amor a las obras de misericordia, el florecimiento de la vida virtuosa. Las demás oraciones piden gracias especiales a Dios para quienes usen de tales ramos.
En segundo lugar, la lectura del relato de la Pasión del Señor es una costumbre que viene de los primitivos tiempos cristianos. Al principio, era el diácono quien dirigía todo el canto pero, a partir del siglo X, se comenzó a distribuir entre tres cantores: el primero estaba encargado de la parte narrativa del evangelista; el segundo, de las palabras dichas por individuos o grupos (turba); el tercero, de las palabras de Nuestro Señor. Esta manera de evocar la Pasión no se adoptó en Roma hasta el siglo XV.
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