La Iglesia nos exhorta en estas lecturas a amar la Pasión del Señor, a gustar el dolor. La cruz ha desempeñado un papel esencial en la misión salvífica de Cristo. Por ella Jesús “entró en su gloria” . Luego no nos debe asombrar de que la ley de la cruz se aplique también a nuestra vida. Al hombre inmerso en el sufrimiento y en la muerte hay que recordarle que Cristo enseñó y vivió una verdad: la cruz es necesaria a nuestra vida. Y es necesaria cuando se convierte en camino de luz que conduce a la victoria del amor.
El Hijo de Dios, que asumió el sufrimiento de todo hombre, es un modelo divino para todos los que sufren. El Verbo encarnado sufrió según el designio del padre también para que pudiésemos “seguir sus huellas” (1 P 2, 21). Sufrió y nos enseñó a sufrir: “Fue oprimido, él se humilló y no abrió la boca” (Is 53, 7). Todos estamos llamados a reflejar en nuestras vidas este abajamiento de Cristo, para compartir con Él la alegría de la Resurrección. Es imposible salvarse a menos que “supla en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Col 1, 24).
Lo que más destaca en la pasión y muerte de Cristo es su perfecta conformidad con la voluntad del Padre. Por eso San Pablo dice de Cristo que se “hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Con esta obediencia, Cristo llega a los abismos de su humillación: «siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo» (Flp 2, 6-7). La cruz significa desprendimiento, renuncia a toda clase de bienes corporales y corruptibles, como son honores, riquezas, placeres, comodidades. Porque “el que ama su alma, la pierde; pero el que aborrece su alma en este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25). La puerta del cielo permanece cerrada para el que ama el mundo desordenadamente. Se pierde para la vida eterna. Por eso, hay que morir para vivir. El que vive mundanamente se dispone a morir eternamente. Se gana para el fuego eterno del infierno. Por el contrario, “el que aborrece su alma en este mundo”, negándole lo que el mundo aprecia, el apego a estos bienes pasajeros y engañosos, y abrazándose con el sufrimiento, con la cruz de cada día, luchando contra sus concupiscencias, “la guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25). Cristo murió para dar fruto de vida eterna. Por eso todo aquel que se desprende de sus bienes y se abre a la necesidad de su hermano por amor a Cristo, “llevará mucho fruto” (Jn 12, 24).
Para esto es necesario tener una actitud interior de disponibilidad, de acogida al sufrimiento. Cristo en vida y en muerte se ofreció a Sí mismo al Padre en plenitud de obediencia. “No sea lo que yo quiero sino lo que quieras Tú” (Mc 14, 36). Sufrimiento y muerte son la manifestación definitiva de la obediencia total del Hijo al Padre. Por esta obediencia, Jesús llevó al extremo la manifestación del amor divino hacia los hombres: “Despreciable y desecho de hombre, varón de dolores y sabedor de dolencias” (Is 53, 3). Haciéndose “varón de dolores” Jesús mostró toda la verdad contenida en aquellas palabreas: “Nadie tiene mayor amor, que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). El sufrimiento y la muerte se han convertido, con Cristo, en invitación, estímulo y vocación a un amor más generoso. Debemos saber santificar el dolor reflejando en nosotros mismos el rostro llagado de Cristo. Sólo así nos asociaremos a su oblación redentora y conseguiremos salvar muchas almas para el cielo.
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