Nos responde el Santo de la dulzura. Escuchémoslo con atención.
«Uno de los mejores ejercicios que podemos hacer practicando la dulzura, es el que tiene como mira nuestro propio ser, y consiste en no enojamos nunca con nosotros mismos ni con nuestras imperfecciones; pues aunque la razón pide que si cometemos faltas nos sintamos tristes y contrariados, conviene evitar ser presa de una desazón despiadada y cruel. Por lo cual caen en grave error los que, estando encolerizados, se lamentan de haberse encolerizado, se entristecen de haberse entristecido y sienten despecho de haberse despechado. De esta forma tienen el corazón amargado y lleno de malestar; y aunque parezca que este sentimiento de cólera neutraliza al anterior, no es así, pues no es más que un tránsito para otro acceso de ella en la primera ocasión que se presente. Además, estos movimientos de cólera, malhumor y desazón contra sí mismo, son causa de orgullo y tienen su origen en el amor propio, que nos turba e inquieta al vemos tan imperfectos...
Créeme, Filetea, al igual que las reprensiones de un padre, hechas con dulzura y cordialidad, ejercen un poderoso influjo sobre el hijo a quien se quiere corregir, y más que las frases coléricas y airadas, así, cuando nuestro corazón comete alguna falta, si le reprendemos con palabras dulces y razonables, usando más de la compasión que de la pasión, animándole a la enmienda, el arrepentimiento que concebirá será más eficaz y sincero que si empleamos palabras ásperas y desabridas...
Eleva, pues, dulcemente tu corazón cuando caiga, humillándote delante de Dios mediante el reconocimiento de tu miseria, sin desanimarte por la caída; pues nada tiene de extraño que la debilidad sea enferma ni que el miserable esté sujeto a la miseria. Detesta con todas tus fuerzas la ofensa que Dios ha recibido de ti y, con gran ánimo y confianza en la misericordia divina, vuelve a emprender el camino de la virtud que habías abandonado.»
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